Nuestro derecho a las armas

El control de armas protege al gobierno de los
gobernados y ataca frontalmente el derecho
a la propiedad.

La Declaración de Independencia de Estados Unidos es un homenaje al espíritu humano.

Para los Padres Fundadores eran verdades evidentes: “que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”.

El Florero de Llorente de Estados Unidos fue un intento por controlar las armas decretado por el rey Jorge de Inglaterra. 

Setecientos soldados británicos fueron enviados a Lexington y Concord para confiscar y destruir las armas y municiones que los colonos habían almacenado; al igual que arrestar a los líderes locales para que fueran juzgados en Inglaterra, con el fin de frenar futuras rebeliones.

Los británicos sabían que el control de armas es un poderoso mecanismo de control social.

Si los colonos tenían armas podían organizarse y rebelarse contra las tropas del rey; quitarles las armas a los locales era la única forma de evitar que pudieran defenderse. Los colonos, conscientes de esto, batallaron y se independizaron.

Estados Unidos nació en el momento en que los Minutemen usaron sus armas privadas para defenderse de las tropas del rey.

En la Segunda Enmienda de la Carta de Derechos de EE.UU., se consagra el derecho de los ciudadanos de portar armas para defenderse de cualquiera que atente contra sus derechos naturales.

La Segunda Enmienda establece que los ciudadanos pueden tener armas, principalmente, para desafiar al gobierno cuando sus representantes atenten contra la vida, la libertad y la propiedad.

Los Padres Fundadores lucharon por defender este derecho hasta conseguir su independencia.

Gracias a los principios consignados en la Declaración de Independencia, EE.UU. se convirtió en la tierra de la libertad. Por primera vez en la historia se concibió un gobierno exento de privilegios.

 ¿Un monopolio de armas?

¿Estaríamos mejor si únicamente los representantes del gobierno pudieran tener armas legalmente?

Para pensar que sí, hay que estar convencido de que los representantes del Estado son seres excepcionales, capaces de crear una utopía en la Tierra cuando tienen el monopolio de las armas apuntando a los ciudadanos, o listas para apuntarlas.

Hay otros que no piensan esto, pero están seguros de que son las armas las que incitan a matar. Para ellos, una persona buena con un arma en casa es tan peligrosa como un sicario.

Sin embargo, la mayoría del crimen lo causan políticas fallidas como la guerra a las drogas, el sistema monetario de reservas fraccionadas, la seguridad social y la educación pública, políticas que —como el control de armas— son avaladas por los que piensan que el Estado puede imponer, a través de la coerción y la ley, los valores en una sociedad.

Aunque es innegable que ni la coerción es capaz de convencer, ni la ley de dar sensatez a un necio, una mezcla de arrogancia e ignorancia impide que los que avalan la intervención del gobierno en la vida privada, reconozcan el fracaso de su propia ideología.

Lo reconozcan o no, los resultados son claros.

El surgimiento del Estado de Bienestar llevó a la destrucción de las familias en las comunidades más vulnerables.

La política monetaria de dinero fiduciario es una estafa constante a la sociedad, que roba en mayor proporción a los más pobres.

Las escuelas públicas han servido como una zona de reclutamiento de pandillas y un punto de distribución de drogas.

La guerra contra las drogas es un fracaso abismal que sumerge a los niños pobres en un estilo de vida criminal y violento.

Todas estás políticas surgieron del esfuerzo por liberar a los hombres de la responsabilidad que conlleva tener inteligencia propia.

A pesar de la evidencia en contra, hay quienes insisten que es imposible que un gobierno con el monopolio de las fuerzas armadas se convierta en una amenaza para los ciudadanos. Olvidan que cuando las armas se convierten en un instrumento de gobierno —la razón última para prohibir su uso a civiles— se impone la fuerza sobre la razón y así, se controla la sociedad por medio del temor.

La historia ha demostrado que un gobierno poderoso es, por definición, opresivo.

Según el historiador RJ Rummel, durante el siglo XX, 170 millones de personas fueron asesinadas por sus gobiernos.

Los soviéticos mataron 62 millones; los comunistas chinos 35; y los nazis 21.

Los dictadores no han gobernado precisamente amparados en el amor de sus pueblos.

Sin embargo, estamos en la era de ofrendar derechos a esa absurda deidad que se llama Gobierno.

La guerra contra la propiedad

Hace siglos pensamos que proteger nuestras personas y bienes —nuestra propiedad— es la razón por la que acatamos leyes y gobernantes.

Lo que hace de algo un bien es que lo queramos como tal, el animus possidendi.

Como las armas son, y han sido, bienes deseados por muchos, retirarlas del lícito intercambio es una guerra contra la propiedad en sentido nuclear (1).

Promover el control de armas es afirmar, por un lado, que el gobernado debe seguir las directrices del gobernante cuando decide qué bienes le parecen tales y, por el otro, que es legítimo que el gobierno tenga el monopolio de ciertas cosas, prohibidas para el resto de los mortales. Así, la propiedad queda a merced de definiciones ajenas, arriesgando con ello la vida y la libertad de los gobernados.

David Frank analizó las estadísticas de homicidios por cada 100.000 habitantes en EE.UU. Comparó los 8 estados con leyes más restrictivas sobre armas con los 8 estados con menores restricciones, y encontró que los primeros presentan un 60% más de asesinatos con armas que los segundos.

Por mucho que se quiera, controles más estrictos no se traducen en menos homicidios con armas de fuego; ocurre todo lo contrario.

Precisamente porque necesitamos desafiar el control del gobierno, atroz y nocivo para las personas de buen corazón, tenemos que entender qué es lo que está detrás del control de armas.

Tenemos que saber cómo defender lo que es correcto, aunque todos los demás guarden silencio.

Las leyes justas se promulgan para defender a las personas de otras personas, no para defender al gobierno de sus gobernados.

No debemos reclamar una iniciativa que pretende despojarnos legalmente de un derecho inalienable.

Un derecho es natural o inalienable cuando no es garantizado por el gobierno, por la constitución o por algún grupo de políticos. Es como el derecho a dormir o a respirar.

Si la vida es un derecho, adquirir los medios para defender esa vida de los que podrían matarnos o esclavizarnos también es un derecho.

La propiedad de las armas es nuestro derecho. No podemos entregarlo.


*Este artículo está dedicado a Thomas Szasz y a su libro Nuestro derecho a las drogas. Quiero pensar que, si pudiera leerlo, el profesor Szasz se sentiría orgulloso. 

[1] Este párrafo lo tomé de la introducción de Nuestro derecho a las drogas , escrita por Antonio Escohotado. 

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